viernes, 24 de octubre de 2014

El entierro prematuro ( The Premature Burial ) - Edgar Allan Poe (1844)


   Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos  estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!
   Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos -abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.
   La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.
Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.
   En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.
   La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.
   Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.
   Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.
   Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.
   La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.
   El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen postmórtem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.
Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.
   Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.
   Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.
   El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.
   Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..
   Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.
   Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.
   En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios". Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"
Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:
-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú - pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito -replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!
Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:
-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso?
Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"
   Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!
   Llegó una época -como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertando de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.
   Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación -tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.
   Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.  El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.
   Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.
Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.
-Oye, oye, ¿qué es eso? -dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora? -dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí! -dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés? -dijo un cuarto.
Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.
   Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión -pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

   Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.

lunes, 13 de octubre de 2014

orígenes greco-egipcios de la Cenicienta

   La historia de la Cenicienta es sin duda uno de los relatos más clásicos de la Antigüedad. Dispone de una larga tradición oral y escrita que lo entrelazan desde la cultura Egipcia hasta la cultura Griega. Los elementos que casi siempre parecen repetirse son precisamente esos acompañantes sobrenaturales que ayudan a la protagonista, como las palomas, animales que en Grecia siempre se asociaban con la diosa Afrodita. 
   Es precisamente en la tradición Greco-Egipcia donde encontramos a la primera “Cenicienta”, pero ésta vez de nombre Ródope, una muchacha griega de cabellos claros y piel muy blanca que es raptada por unos piratas para ser vendida en Egipto como esclava. Como no puede ser de otro modo, Rórope entra a trabajar en una casa donde es despreciada por siervas libres, chicas que la humillan por ser diferente, de otra raza.
   Un día, mientras Rórope trabajaba en sus arduas tareas como esclava, entra un Halcón y le roba una de sus sandalias. Era el dios Horus Egipcio, quien huye audaz para ir hasta el faraón de Egipto y dejarle caer esa intrigante sandalia. ¿Por qué lo había hecho? El Faraón Amosis I, supo interpretarlo de inmediato: era una señal de los dioses. Debía buscar a la dueña de esa sandalia para hacerla su esposa.
LA VERSIÓN CHINA
   La influencia asiática en el cuento de la “Cenicienta” siempre ha tenido muchos adeptos. En especial por el tema de los zapatos y la idea de que “los pies pequeños” son un símbolo de absoluta belleza en esta cultura, un rasgo que siempre parece acompañar a la figura de la Cenicienta.
   Existe pues un interesante relato que tiene su origen a lo largo de los siglos VIII y X de la dinastía china Táng, que nos presenta a una joven, a una muchacha de nombre Yeh Shen. Es -cómo no- muy bonita, y dispone de unos pequeñísimos pies que la diferencian del resto de jóvenes. Recordemos que es en esta época cuando empieza precisamente a ponerse de moda lo que ellos llaman “pies de loto”, donde, un pie no debía mediar más de diez centímetros para poder considerarse hermoso.
   Toda una “tortura china” desde luego, algo que obligó a muchas niñas a tener que ajustar sus zapatos para impedir así el correcto crecimiento del pie. Pues bien, en el relato asiático de la Cenicienta, Yeh Shen es la hijastra de una mujer malvada que la humilla y que la hace trabajar para el resto de sus hijas. Es la criada de casa y el centro de todas las desdichas. Nada nuevo, como puedes ver…
   Y obviamente, un buen día se celebra un baile en la región. Un acontecimiento que le es vetado a la joven Yeh Shen, siendo encerrada bajo llave porque su madrastra y hermanastras la consideran demasiado bella para asistir. Una rival peligrosa. El único amigo del que disponía la protagonista era un bonito pez de colores, pero su madrastra, cruel hasta el extremo, temiendo que el animal pudiera ayudarla de alguna forma, lo cocina y se lo come.
   Una tragedia. Pero la chica guarda las espinas sabiendo que son mágicas, e invoca a los espíritus para que la ayuden. Y así lo hacen… Yeh Shen acude al baile con un precioso vestido y unos bellos -y diminutos zapatos-perdiendo uno en su escapada antes de que la magia terminara, tal y como nos cuenta el relato que todos conocemos.
   Obviamente el emperador se enamora de ella, quedándose con ese zapato perdido y proclamando el edicto de que, la muchacha que entrara en dicho zapato habría de ser su esposa. Ante esta irresistible proposición, lo que hace la madrastra es cortar los dedos de los pies de una de su hijas para que lograra pasar la prueba. Al ver que no funciona, le corta los talones a otra de sus hijas. Pero el engaño -y la tortura- es descubierta y la malvada mujer es arrojada a un pozo. Y sus hijas… apedreadas hasta la muerte.
FUENTE: http://supercurioso.es/los-curiosos-origenes-del-cuento-de-la-cenicienta/

martes, 23 de septiembre de 2014

La loca y el relato del crimen - RICARDO PIGLIA


      La loca y el relato del crimen 

      I 
      Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento. 
      Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. "Poder humillarla una vez", pensó. "Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse". 
      En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aún bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. "Años que quiero levantar vuelo", pensó de pronto. "Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador". En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie. 
      -Che, vos -dijo. 
      La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida. 
      -¿Cómo te llamás? -dijo él. 
      -¿Quién? 
      -Vos. ¿O no me oís? 
      -Echevarne Angélica Inés -dijo ella, rígida-. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí. 
      -¿Y qué hacés acá? 
      -Nada -dijo ella-. ¿Me das plata? 
      -Ahá, ¿querés plata? 
      -La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica. 
      -Bueno -dijo él-. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos. 
      -¿Eh? 
      -¿Ves? Mirá -dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos-. Te arrodillás y te lo doy. 
      -Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana. 
      -¿Escuchaste? -dijo Almada-. ¿O estás borracha? 
      -La macarena, ay macarena, llena de tules -cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato. 
      -Ahí tenés. Yo soy Almada -dijo, y le alcanzó el billete-. Comprate perfume. 
      -La pecadora. Reina y madre -dijo ella-. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete. 
      Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada. 
      -La macarena, ay macarena -cantaba la loca-. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules -cantó la loca. 
      Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: "¿Para qué?", dijo. "¿Quedarme?", dijo él, un hombre pesado, envejecido. "¿Para qué?", le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca. 
      "Nos queda poco de juego, a ella y a mí", pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse. 
      Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío ándate por favor te lo pido salvate vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvídame te lo pido olvídame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar. 
      Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo. 
       
      II 
      A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt. 
      El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto. 
      -Trata de ver si podés inventar algo que sirva -le dijo el viejo Luna-. Andate hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo. 
      En el Departamento de Policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves. 
      -Yo no he sido -dijo-. Ha sido el gordo Almada, pero a ese lo protegen de arriba. 
      Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda. 
      -Seguro fue este -dijo Rinaldi cuando se lo llevaron-. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando. 
      -Me pareció que decía la verdad. 
      -Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla, Renzi encendió su grabador. 
      -Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercas tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia. 
      -Parece una parodia de Macbeth -susurró, erudito, Rinaldi-. Se acuerda, ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa. 
      -Por un idiota, no por un loco -rectificó Renzi-. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada? 
      La mujer seguía hablando de cara a la luz. 
      -Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que nota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer. 
      -Vuelve a empezar -dijo Rinaldi. 
      -Tal vez está tratando de hacerse entender. 
      -¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está -dijo mientras se levantaba de la butaca-. ¿Viene? 
      -No. Me quedo. 
      -Oiga, viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron? 
      -Por eso -dijo Renzi controlando la cinta del grabador-. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo. 
      Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números. 
      -Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada. 
      -¿Qué me contás? -dijo Luna, sarcástico-. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés. 
      -No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico. 
      -Decime, pibe -dijo Luna lentamente-. ¿Me estás cargando? 
      -Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde, ¿se da cuenta?, un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay treinta y seis categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? -dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna-. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta? -remató Renzi, triunfal-. El asesino es el gordo Almada. 
      El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel. 
      -¿Ve? -insistió Renzi-. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se pueden hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio. 
      -Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad? 
      -No me joda. 
      -No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis? 
      -¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario. 
      El viejo Luna sonrió como si le doliera algo. 
      -Tranquilizate, pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística? 
      -Hay que publicarlo, ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente? 
      -Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas. 
      -Escuche, señor Luna -lo cortó Renzi-. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana. 
      -Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
      -Está bien -dijo Renzi juntando los papeles-. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez. 
      -Decime, ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? -en la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto-. Mira, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armés lío. Si te enredás con la policía te echo del diario. 
      Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajo la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara: 
      Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo -empezó a escribir Renzi-, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento. 

El camino del Héroe - Joseph Campbell

                                  
    Joseph Campbell a lo largo de la obra señaló las coincidencias entre diversos mitos, pasajes religiosos, leyendas, tradiciones y sueños personales de diversas culturas y épocas alrededor del mundo. Aplicó los principios del Psicoanálisis como método de aproximación, principalmente el estudio de los símbolos y los arquetipos propuestos por Carl Gustav Jung, para presentar las mitologías como una manifestación de la mente humana encaminados a representar y resolver algunos dilemas de la especie.
    El héroe de las mil caras es un libro publicado en 1949 por el mitógrafo estadounidense, que trata el tema del viaje del héroe, un patrón narrativo que se ha encontrado en las historias y leyendas populares. Según Campbell, el héroe suele pasar a través de ciclos o aventuras similares en todas las culturas; resumido en la tríada: Separación - Iniciación - Retorno. Se considera una referencia obligada para los cineastas al realizar una película épica.
   Campbell describió la jornada del héroe como un cicló en donde primero se abandona, se es atraído, arrastrado o se avanza voluntariamente lejos del hogar internándose en un mundo lleno de amenazas y pruebas; para esto debe cruzar el primer umbral en donde puede encontrar una sombra, guardián, dragón o hermano que se le opone y con a la cual debe derrotar o conciliar. Luego puede entrar vivo o descender a la muerte a un reino de oscuridad, o mundo de fuerzas poco familiares, pero íntimas, algunas de las cuales le amenazan. El héroe tiene que resolver pruebas o acertijos, en ocasiones con la ayuda o guiá de un mentor. En la cúspide de su aventura se le presenta una prueba suprema y  Recibe su recompensa, está puede ser un matrimonio sagrado (que representa la resolución del complejo de Edipo), el reconocimiento del padre-creador, la propia divinización o también, si las fuerzas permanecen hostiles, el robo del elixir (o su desposada). Hacia el final emprenderá el regreso, ya sea como emisario o como fugitivo. Al llegar al umbral del retorno, dejará atrás a sus rivales, emergiendo del reino de la congoja o resucitando y trayendo el don que restaurá al mundo.

Los doce estadios del viaje del héroe

1. Mundo ordinario - El mundo normal del héroe antes de que la historia comience.
2. La llamada de la aventura - Al héroe se le presenta un problema, desafío o aventura.
3. Reticencia del héroe o rechazo de la llamada - El héroe rechaza el desafío o aventura, principalmente por
miedo al cambio.
4. Encuentro con el mentor o ayuda sobrenatural - El héroe encuentra un mentor que lo hace aceptar la llamada
y lo informa y entrena para su aventura o desafío.
5. Cruce del primer umbral - El héroe abandona el mundo ordinario para entrar en el mundo especial o mágico.
6. Pruebas, aliados y enemigos - El héroe se enfrenta a pruebas, encuentra aliados y confronta enemigos, de forma
que aprende las reglas del mundo especial.
7. Acercamiento - El héroe tiene éxitos durante las pruebas.
8. Prueba difícil o traumática - La crisis más grande de la aventura, de vida o muerte.
9. Recompensa - El héroe se ha enfrentado a la muerte, se sobrepone a su miedo y ahora gana una recompensa.
10. El camino de vuelta - El héroe debe volver al mundo ordinario.
11. Resurrección del héroe - Otra prueba donde el héroe se enfrenta a la muerte y debe usar todo lo aprendido.
12. Regreso con el elixir - El héroe regresa a casa con el elíxir y lo usa para ayudar a todos en el mundo ordinario.

martes, 19 de agosto de 2014

EL VIAJE EN LA LITERATURA

1. EL VIAJE COMO TEMA LITERARIO
   En el ámbito de la tradición literaria, uno de los temas que adquiere una significativa relevancia es el viaje porque representa, de un modo u otro, la existencia humana misma.
  Si se considera la vida común y corriente de los seres humanos, el viaje constituye una actividad cotidiana, habitual, con un propósito definido (realizar un trabajo que permite la subsistencia, un trámite en alguna oficina, visitar a alguien, ir de compras o a divertirse, etc.) Un viaje en el metro, en un bus de una ciudad a otra, tiene un sentido predeterminado, pero que muchas veces adquiere rumbos impensados que definen nuestra vida hacia horizontes fuera de nuestros cálculos. Podemos afirmar que nuestra condición de trashumantes se proyecta permanentemente en nuestras formas de vida y la literatura, como representación de ellas, no hace más que dar al viaje aquellos sentidos prioritarios que preocupan a los seres humanos.
   En todas las literaturas el viaje simboliza una aventura y una búsqueda, se trate de un tesoro, o de un simple conocimiento, concreto o espiritual. En último término, tiene un sentido en cuanto significa la búsqueda de la verdad, de la paz y, en definitiva, del encuentro del sentido de la propia existencia; por esta razón, el viaje, se efectúa en el propio interior del ser, y expresa un profundo deseo de cambio interior, una necesidad de experiencias nuevas, es testimonio de una insatisfacción que impulsa al ser humano hacia la búsqueda y el descubrimiento de nuevos horizontes.
   En el ámbito de la tradición literaria, distinguimos algunas formas arquetípicas del modo como se ha representado el tema del viaje. De algún modo, todas sus variables se inscriben en alguna de las siguientes formas: el viaje a los infiernos, el viaje interior y el viaje por diversos espacios terrestres y sociales

2. DIVERSAS FORMAS DEL VIAJE EN LA TRADICIÓN LITERARIA:
- viaje a los infiernos;
- viaje interior;

- viaje por diversos espacios terrestres o extraterrestres

VIAJE A LOS INFIERNOS
   Este tipo de viaje representa de manera simbólica la caída de un personaje en lo espiritual, en la valoración o en lo existencial como si fuera una caída al “infierno”, lugar en el que se pagan las culpas, el castigo por perder el “camino recto de la vida”, como lo señala Dante Alighieri  en el poema la Divina Comedia. Es justamente en esta obra donde se representa de manera más clara este tipo de viaje. El protagonista realiza un descenso hasta el mismo infierno como acto de castigo y purgación para alcanzar el camino al cielo, la perfección.
  Se compone de tres cantos: infierno, purgatorio y paraíso; escrito en tercetos; el infierno posee 9 círculos, el purgatorio 9 sectores con el paraíso terrenal en la cima y el paraíso se compone de 9 cielos.
   En el infierno se encuentran los pecadores, dependiendo de su pecado será el círculo que ocupe, según su culpa se derive de: incontinencia, violencia o engaño.
En el purgatorio los penitentes se encuentran en diferentes planos dependiendo de su amor al bien o al mal.
  En el paraíso se encuentran los espíritus, estos están divididos en seculares, activos y contemplativos.  Ordenados según el grado de afectos mundanos en relación con el amor de Dios.

En medio del camino de nuestra vida
me encontré por una selva oscura,
porque la recta vía era perdida.

¡Ay, qué decir lo que era es cosa dura
esta selva salvaje, áspera y fuerte,
cuyo recuerdo renueva la pavura!

Tanto es amarga, que poco lo es más la muerte:
pero por tratar del bien que allí encontré,
diré de las otras cosas que allí he visto.

No sé bien redecir como allí entré;
tan somnoliento estaba en aquel punto,
cuando el veraz camino abandoné.

Pero así como llegué junto al pie de un monte,
allá donde aquel valle cesaba,
que de pavor me había acongojado el corazón,
       
Dante Alighieri, La Divina Comedia, El Infierno: Canto I (fragmento)

VIAJE INTERIOR
Es aquel tipo de viaje en que el protagonista  busca, como principal objetivo, el crecimiento espiritual o intelectual (el conocimiento, la sabiduría que le permitan alcanzar un estado anhelado y que es el motor de este desplazamiento). Este viaje va a provocar en el personaje un cambio interno (positivo o negativo) lo que le lleva a modificar su forma de vida y de ser.

 "Siddharta había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno (...) Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran todo? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a los dioses? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena buscar? (...)Empezó Siddharta:   
-Con tu permiso, padre. He venido a comunicarte que deseo abandonar mañana tu casa para irme con los ascetas. Mi deseo es convertirme en un samana. Espero que mi padre no se oponga."
                                                                                  Hermann Hesse, Siddhartha (fragmento)

 SENTIDOS DEL VIAJE EN LA LITERATURA:

a)Búsqueda de la verdad: realiza un viaje que puede permitir al ser humano encontrar, al final, la verdad o qué  es real mente importante. Por ej: Díaz de Vivar en el poema de Mío Cid.

b)Búsqueda de la felicidad: eterno tema en la vida del hombre, los viajes realizados pueden tener, como finalidad encontrar la esquiva felicidad, búsqueda del nirvana.

c)Búsqueda de la inmortalidad: el ser humano ha buscado incansablemente la forma de alargar su vida. La muerte, fin inevitable lo atemoriza y quiere evitarlo.

d)Descubrimiento de un centro espiritual: el viaje interior: (El Caballero de la Armadura Oxidada, Robert Fisher) este viaje se une al externo con lugares con gran energía, con el viaje interno que va señalando una persona.

e) Peregrinación y búsqueda de la tierra prometida: encontrar la tierra prometida es motivo de muchos viajes. Es en cierta manera encontrar el origen de nuestra vida se inicia solo con una promesa generalmente hecha por un dios y se recorre camino solo sostenido por la fe de que dicho lugar existe.

f) Rito de iniciación (Viaje mítico): corresponde a un viaje que da cuenta de los orígenes. Recordemos la mitología intentar de explicar el origen de nuestro mundo. Etapas del viaje mítico: Separación, iniciación y retorno. Se inicia con el llamado al héroe a la aventura, negación por parte de éste; partida del héroe, luego se encuentra con un mundo lleno de prodigios sobrenaturales; encuentra pruebas, aliados y adversarios, enfrentamiento con fuerzas sobrenaturales o prodigiosas; triunfo en la batalla o enfrentamiento; obtiene la recompensa (sabiduría o tesoro) regresa con la fuerza de otorgar dones a sus compañeros y obtiene mayor conocimiento.

g) Visión y Critica Social (La moral en la vida Humana): Muchas veces, el viaje puede representar la excusa para que un autor muestre la realidad de su época, retratando las virtudes y visión que están presentes. De esta manera la obra puede ser considerada como un documento de critica social, que refleja muchas actitudes, costumbres y comportamientos que el ser humano esta estableciendo, algunos de los cuales puede no querer ver. Por Ej.: Lazarillo de Tormes. 



Oliverio Girondo



   Oliverio Girondo fue un reconocido poeta nacido en Buenos Aires, Argentina, el 17 de agosto del año 1891 y fallecido en la misma ciudad el 24 de enero de 1967, luego de haber padecido durante unos años un estado de discapacidad física provocado por un accidente. Dada la acomodada situación económica de sus padres, tuvo la oportunidad de visitar el viejo continente desde muy pequeño, lo cual le abrió las puertas a una rica formación académica. Sus primeros pasos por la poesía lo relacionaron con el nacimiento del vanguardismo en su país; colaboró con publicaciones literarias de gran importancia y por las que pasaron autores de renombre. Además de su producción poética, incursionó en la traducción con una obra de Rimbaud, aprovechando el privilegio de haber aprendido lenguas extranjeras en su infancia. Cabe mencionar que su esposa fue la también poetisa Norah Lange y que entre sus amigos se contaba el incomparable García Lorca.
   Girondo no publicó muchos poemarios, pero su obra ciertamente ha llamado la atención de la crítica; algunos de sus libros son "Veinte poemas para leer en el tranvía", "Persuasión de los días" y "En la masmédula". Así como lo indican los títulos recién citados, es posible advertir en algunas de sus obras un uso poco directo del lenguaje, como se aprecia en su poema "Noche tótem".